Acto I: vida normal y amigos
Los canales más vistos de la televisión habían estado anunciando una tormenta “no muy importante para mí” que iba a azotar la ciudad una tarde de estas. Claro, no tenía relevancia ninguna, porque ya tenía planes para salir y merendar algo con amigos al parque. Aun así, la noticia permanecía en segundo plano (como quien oye chispear: sabes que puede empezar a llover pero te da igual), alertándome de que el fenómeno iba a pasar sí o sí. Era la hora de quedar, nos reunimos en el parque de al lado de mi casa para reírnos y hablar de las cosas más triviales de la historia. Estábamos en un banco de hierro verde no muy cómodo, pero no importaba nada. Obviamente, las noticias no estaban en nuestra cabeza, se habían esfumado por completo.
Acto II: familiares
Primera brisa a lo lejos, se mueve una palmera levemente. De repente ya no están mis amigos. Aparecen los familiares de mi chica. La madre y el padre, dándole de comer a su hijo en el parque, al lado del banco, de pie. Hablamos mucho y también nos reímos sin darle importancia al viento que se estaba levantando de forma exponencial, aunque sin hacerse notar. Empezaba a hacer un poco de frío, por lo que nos abrigamos un poquito más.
Acto III: fondo blanco
A lo lejos aparecía un huracán con una fuerza y velocidad de catástrofe imperecedera. Empezábamos a preocuparnos, sabíamos que se acercaba lentamente y dejaba un rastro invisible y blanquecino de todo lo que destruía a su paso. Cogieron al niño y se agarraron a un árbol, lo mismo que hice yo. Les advertí que lo hicieran con toda la fuerza del mundo, pues yo sabía con claridad que estaba preparado para cualquier cosa física que se presentase.
Acto IV: caos/fondo negro
Llegó el viento. Agarrado al árbol empezaba a oscilar como una bandera cegándome una y otra vez. Cíclicamente era golpeado por el aire sin soltarme del árbol. No veía nada, solo escuchaba gritos que venían de al lado y de alientos que intentaban luchar por las vidas de otros. Tras un gran rato así, hubo una transición no muy extraña: entraba el mar. Se veían olas pequeñas a lo lejos, como si la costa hubiera llegado a inundar el país. Poco a poco iba subiendo el nivel del agua, manteniéndonos a todos en la superficie. Tanto subió el agua que, atónitos y desde alguna cima o edificio, pudimos comprobar que la ciudad estaba totalmente cubierta de agua. Con el agua por la cintura, solo veíamos algunos rascacielos. Ya no había luz, solo se veían las estrellas que lucían magníficas y en todo su esplendor iluminándolo todo. Empezaron a haber bastas corrientes oceánicas y olas más altas. Fui el primero en ser arrastrado para dentro, pedí ayuda, pero solo logré arrastrar al padre con el niño conmigo. Ya nada se podía hacer, estábamos todos flotando en un océano negro, infinito y alborotado.
Acto V: adiós
Las olas empezaban a tener alturas de tsunamis gigantes. Vi a mis padres abrazados sin luchar, sin oponer resistencia, sonriendo juntos. Puede que quisiera salvarlos pero intenté acercarme a ellos sin ninguna posibilidad. Se acercaba el fin y, por primera vez, me di cuenta de que lo estaba asimilando y aceptando desde que vi, esa mañana, las noticias; al igual que todo el mundo. Entre tanta agua, no me acuerdo si estaba llorando. Llegó la ola gigante, junto a ella la muerte. Mi cuerpo llegó hasta su cresta para hacer una caída libre. Mi chica se hundió sin poderme despedir de ella, mis padres caían metros más allá de mí. Estábamos ya dentro de una “bola” de agua que nos aplastaría en décimas de segundo pero la muerte se ve a cámara lenta. En el último momento, sonreí a mis padres desde lejos y susurré “os quiero a todos”.
José Cote Llamas